Por By Par MERODEANTE
1 Agosto 2023August 1st 20231 août 2023
Mi tío Carlos presumía que había manejado en casi todas las ciudades del país y podría hacerlo, de ser necesario, en prácticamente cualquier ciudad del mundo, pero por ningún motivo podía hacerlo en la Ciudad de México. Demasiado tráfico, demasiadas calles, demasiada gente, rutas laberínticas donde ni el más avezado minotauro se aventuraría, manifestaciones, bloqueos, baches, ambulantaje… era imposible, según su parecer, sobrevivir en esta jungla de asfalto.
El tío viajaba a la capital del país desde su ciudad, pero siempre en autobús, a sabiendas de que lo recogeríamos en la estación y podría hacer cualquier diligencia con nosotros que, nacidos aquí, estábamos más que acostumbrados al caos propio de una urbe como ésta.
Para mi familia, atravesar de polo a polo el entonces llamado “Distrito Federal” era cosa cotidiana: aunque vivíamos muy al sur, ir al Centro Histórico era algo usual porque ahí mis padres se abastecían de los insumos para el negocio familiar y, dado que la mayoría de los clientes que tenían se encontraban en la zona norte y oriente, crecí recorriendo también los municipios del Estado de México que abrazan a la capital haciendo crecer la mancha urbana a lo largo de kilómetros y kilómetros.
Ir a la Basílica, comer en el mercado de San Ángel, visitar al resto de la familia en Satélite o ir al cine en la colonia Roma era habitual para nosotros. Nunca pensé que algo se encontraba lejos o que no se podía o debía ir a determinado rumbo, pues me quedaba claro que la ciudad de México (la verdadera ciudad de México) era mucho más que el Centro Histórico y las colonias que le circundan.
En esos años aprendimos a sortear el tráfico por mera intuición, guardando en la memoria qué calles estaban más congestionadas en la hora pico, cuales podrían ser rutas alternas y cómo lograríamos evadir la manifestación del día para llegar a tiempo a la función de cine que, por cierto, sólo se presentaba a una hora determinada en una sala específica. No existían las aplicaciones de geolocalización que hoy en día nos ayudan a llegar a nuestro destino y sin las cuales colapsaríamos (nosotros y la ciudad misma).
Así, tratando de sortear los congestionamientos, comencé a conocer mi ciudad, asomado desde la ventanilla del automóvil mientras escuchaba a mi padre contar quién vivía ahí, qué edificio era ése, hasta donde llegaba tal o cual calle o cómo se llamaba antes ese cine al que iríamos a ver la película que se acababa de estrenar en la cartelera. También desde la ventanilla de atrás vi la ciudad destruida tras el terremoto de 1985, una tragedia que me estrujó el corazón y que habría de despertar en mí el deseo de conocer más de esa urbe golpeada por los sismos y que alguna vez estuvo en medio de un enorme lago. Esa ciudad que luego de seis siglos sigue fascinando a todo el que la recorre.
Hoy creo que el tío Carlos tenía mucha razón en una cosa: para disfrutar la ciudad, para conocerla en la intimidad y enamorarse de sus barrios, sus rincones, su comida, sus tradiciones, sus edificios y su gente, hay que hacerlo a pie, sorteando ese tráfico caótico que atemoriza a tantos pero que es parte indudable de su esencia.
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